13.10.08

El lenguaje de la crisis




Por Eduardo Aliverti

Hay algo maravillosamente notable, pero no asombroso, en la presentación cotidiana del actual escenario mundial. El semiólogo Eliseo Verón fue uno de los pocos que repararon en ello, al menos entre nosotros: no hay, casi, nombres propios.

Salvo Bush (y hasta por ahí nomás, porque en general se lo cita a través de sus patéticos discursos con pretensiones tranquilizadoras), el resto es una serie de figuras abstractas. “Tsunami financiero”, “crash”, “crack”, “tembladeral”, “terremoto”, “colapso” y decenas de sinonimias que en todos los casos expresan situaciones sin definir responsables. Es justamente el sentido más amplio de la palabra “abstracción”: separar un concepto del resto de los contenidos que le dan contexto. Y mucho peor, si se quiere, es lo que ocurre cuando uno pretende internarse, aunque sea, en las culpabilidades y consecuencias técnicas –digamos– de lo que sucede. Porque allí se encontrará con las hipotecas “subprime”, los “hedge funds”, el “desapalancamiento” de los bonos, los activos “tóxicos” y restantes delicias cuya semántica tampoco incluye ni carne ni hueso. Como muchísimo, hay la mención de algunos directivos de los bancos y fondos de inversión quebrados o asistidos, a los que se menciona con algún ligero cuestionamiento por llevarse centenares de millones de dólares en carácter indemnizatorio. Todo lo demás lo trajo la cigüeña de París. En la gráfica se pueden rescatar algunas cosas y en la red una infinidad, como para que los espíritus inquietos se consuelen en forma individual. Pero en la televisión y la radio, que son las que fijan el imaginario e impacto masivos, no sólo rige la reproducción de ese lenguaje indeterminado sino que lo multiplican a través del desfile, pornográfico, de los gurús del establishment. Pornográfico, sí, porque no puede calificarse de otra manera la explicitud de mostrar como sapientes a quienes hasta ayer pregonaron la salud de la economía internacional, la conveniencia de la mano invisible de los mercados, las ventajas de la ausencia absoluta de controles estatales.

Es impresionante la impunidad de esa gente, pero el propio término denota que es mucho más terrible el descaro de quienes les dan cámara y micrófono para, ni siquiera, animárseles a algún tibio retruco. Porque la impunidad es un desvalor que alguien concede. Y para el caso, lo otorga el Poder del que los grandes medios de comunicación forman parte inescindible. Como insistió en advertirlo Nicolás Casullo, muerto esta semana para desgracia del pensamiento crítico superior, los medios son el gran partido que la derecha no logra conformar institucionalmente. No hay ingenuos en esta historia de darle lugar opinativo a quienes operaron de modo sistemático a favor de la especulación financiera. No hay ignorantes o, mejor, no hay ignorancia. El sistema contrata para que los animadores mediáticos reproduzcan el discurso que es abstracto en sus significantes, pero nunca en su significado. Los que pronosticaron el dólar a 10 pesos en la crisis de 2001/2002, los que vivieron de echarle la culpa de todos los males al gasto público, los que insisten en que para salvarse hay que enfriar la economía como eufemismo de recorte de salarios, los loritos a sueldo de los ricos para darles conferencias y decirles lo que quieren escuchar, los que les recomiendan fugar la plata a paraísos fiscales, los que se espantan por la inseguridad jurídica de la Argentina arrodillados de amor frente al libertinaje yanqui, los que se quejan de haber echado mano a las reservas para pagarle al Club de París mientras la Casa Blanca otea estatizar la banca; todos esos siguen volcando pronósticos como si nada, como si la mochila de sus antecedentes no les hubiera partido la espalda al medio, como si les quedase algún espacio de autoridad moral e intelectual. Pero los chanchos les dan de comer y es correcto, excepto si se supone que el andamiaje de los medios es capaz de escupir para arriba.

Al menos podría aspirarse a que alguno tenga el fenomenal criterio provocativo de la BBC de Londres –estatal, por cierto– en el sketch del programa The Last Laugh, que por estos días causa furor en Internet y que algunos medios locales reprodujeron parcialmente. Pero para eso hay que disponer del cinismo inigualable de los ingleses, en lugar de ser un lamentable comunicador o prestidigitador del culo del mundo. Un caradura presentado como agente de inversión explica que hay que imaginarse un negro desempleado, en camiseta sin mangas, sentado frente a un pórtico derruido en Alabama. Llega un vendedor de hipotecas, cuyo sueldo depende de cuántas haga y por tanto absolutamente desconfiable, y le pregunta si quiere comprar esa casa antes de que se venga abajo. El negro dice que sí, el vendedor le presta el dinero, la deuda es tomada por el banco y, junto con otras miles y miles, la empaquetan y presentan en Wall Street. A nadie le interesa lo que hay adentro del paquete, que se convierte en un “vehículo de inversión estructural”, y entonces el chanta lo compra y llama a Tokio, por ejemplo. Le dice a otro como él si quiere adquirir el paquete, le contesta que no tiene ni la menor idea de lo que hay adentro y que vale 100 millones de dólares. El que está en Japón dice “está bien” y eso es todo. Eso es el mercado. El entrevistador pregunta qué diablos hay en esos paquetes como para atraer a los inversionistas, y el “agente” le responde que esos fondos de inversión especulativos tienen nombres muy buenos. No es que sean firmas reputadas ni responsables ni nada que se le parezca. Es que una se llama Fondo Estratégico de Crédito Estructurado de Alta Gama, y la otra Fondo de Apalancamiento de Crédito Estructurado de Alta Gama. Muy bueno, dice el “periodista”, y agrega que compraría cualquier cosa que diga “alto”, “estructurado” y “mejorado”. Claro, añade el otro, porque si se llamara Fondo del Negro Desempleado quizás alguien sospecharía algo. Al que pregunta sólo le queda la duda de por qué los inversores pudieron ser tan estúpidos. Y el tipo le contesta que los estúpidos son los que preguntaron cuánto vale esa casa; que a ellos ya vendrá a salvarlos el Gobierno como premio por haberse tomado el trabajo de especular y que quienes sufrirán son los fondos jubilatorios o de pensión, como seguramente tiene el periodista y sólo para ejemplificar.

Es la victoria del lenguaje de los símbolos que, en vez de decir las cosas así, andemos por la vida llamándole “activos tóxicos” a los papeles pintados del Imperio, “ley del mercado” a la explotación, “subprime” a los negociados inmobiliarios y “público” a los pobres negros que sufren un carnaval de blancos. Y encima, hasta podemos ser capaces de creernos que si los Estados Unidos intervienen en la banca es porque giraron a la izquierda.

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